AJIJIC, México (AP) — Hay una mirada que Sandy Phillips aprendió a reconocer cada vez que llegaba a un lugar que un hombre armado había hecho famoso al desatar un tiroteo. Su recorrido por tierra a través de lugares donde ocurrieron masacres continuó durante una década, y siempre parecía tener una nueva parada. Cuando llegaba a ella, cruzaba la mirada con alguna persona y divisaba esa catatonia, tan evidente como lo era el peso de cada difícil paso que ellos habían dado desde aquella noticia que cambió su vida de manera drástica.
Ella también había avanzado lentamente a través de días en los que todas las risas del mundo se silenciaban y su belleza se perdía. En una bruma matutina, se preguntaba si todo había sido una pesadilla, y en la oscuridad de la noche, cuando las espeluznantes visiones la despertaban, se quedaba tumbada allí deseando que ella fuese la que hubiera muerto. La vida se convirtió en un ciclo tortuoso interrumpido por sus propios sollozos. Estaba segura de que estaba arrastrándose rumbo a la locura.
Ahora se hallaba en Newtown o Parkland o Uvalde o donde cualquier nuevo infierno acabara de ser puesto sobre el mapa. Tenía lecciones que compartir, consejos que sólo podía acumular alguien que hubiera pasado por lo mismo. Así que estrechaba las manos de los dolientes, les preguntaba por los que les habían arrebatado y pronunciaba palabras que podían sorprenderla tanto a ella como a los que la escuchaban.
“Volverás a encontrar la alegría”, decía con confianza.
Lo repitió más veces de las que puede contar. Se presentaba en aquella escuela, club nocturno, iglesia o dondequiera que hubiera estallado la última batalla de esta nueva guerra estadounidense, y se las decía a los padres que metían a sus hijos en pequeños ataúdes y a las parejas que no habían podido despedirse. Sabía que eran ciertas, aunque tuviera que repetirlas para convencerse a sí misma.
Sería un recorrido, les decía, para redescubrir la felicidad. Un recorrido que ella también había emprendido.
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Esta es la vida antes de que le dispararan a la hija de Phillips: ella comparte la casa de sus sueños con el marido de sus sueños y acaba de conseguir el trabajo de sus sueños. Va a cocteles. Es una persona divertida. Llega el verano, hay vacaciones sin preocupaciones, y al final del año, hay árboles de Navidad en cada cuarto de la casa. Todos los conflictos de la adolescencia que alguna vez ocuparon su vivienda de San Antonio se han desvanecido. Su hijo es de repente un adulto responsable. Su hija se ha convertido en una mujer equilibrada y profesional, a punto de graduarse de la universidad y deseosa de hacerse un nombre como periodista deportiva.
Y aquí está la vida después: la casa de sus sueños se pierde por bancarrota. El trabajo de sus sueños es abandonado. Ella y su marido de ensueño apenas quieren salir de casa, y mucho menos fingir para socializar. Incluso su mejor amiga desde hace décadas se ha cansado de su melancolía. No habrá vacaciones. No habrá Navidad. Todo eso terminó con una llamada a la mitad de la noche el 20 de julio de 2012, que la hizo deslizarse por la pared, gritando las mismas dos palabras una y otra vez.
”¡Jessi ha muerto!”, vociferaba. “¡Jessi ha muerto!”.
Unas horas antes, había intercambiado mensajes de texto con su hija, Jessica Ghawi, una dinámica joven de 24 años que rebosaba tanto entusiasmo, amabilidad e impulsividad que a su madre le recordaba a un cachorro de labrador. Desde pequeña se caracterizó por su empatía, por hacerse amiga de los que no tenían amigos y por consolar a los que lloraban. Era apasionada, chistosa e incontenible. La primera vez que esquió descendió una montaña vestida como un plátano. Cuando llegaba tarde a un vuelo, se abría paso por medio de la persuasión hasta la primera fila de seguridad del aeropuerto. Su sonrisa brillaba, su conversación era interminable, paraba el tráfico luciendo un vestido.
Y ahora se había ido.
Los detalles salían a cuentagotas del interior del cine Century 16 de Aurora, Colorado, donde Ghawi se encontraba entre la docena de víctimas mortales, vidas segadas por un hombre con armas que nunca debería haber tenido.
Y, durante meses, Phillips se sumió en una bruma paralizante.
“Esto ha ocurrido realmente. No es un sueño. Esta es mi vida ahora”, se percataba cuando se despertaba.
Antes, cuando los titulares de los periódicos destacaban a Columbine, Virginia Tech, Fort Hood y tantas otras masacres, asimilaba el horror de todo ello durante un instante antes de apartar la mirada y volver a su vida feliz y segura. Sabía que había que hacer algo, pero dejó la tarea a otros.
Ahora se sentía como si toda su identidad estuviera en entredicho. ¿Cómo podría volver a creer en la idea de que su país era el hogar de la vida, la libertad y la felicidad, cuando le habían arrebatado la vida de su hija y su propia felicidad?
Sentía que su hija le insistía, no sólo para que se levantara de la cama día tras día, sino para que hiciera algo más.
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Cuando se acercaba la primera Navidad que Phillips no celebraría, se produjo otro tiroteo, esta vez en la escuela primaria Sandy Hook de Newtown, Connecticut. Un grupo antiviolencia se puso en contacto con ella para preguntarle si podría visitar Newtown para reunirse con los padres de los fallecidos. Dijo que sí y se encontró en una sala donde vio esa expresión familiar.
“Así nos veíamos hace cinco meses”, le dijo a su marido Lonnie, que había estado en la vida de Jessi desde que era pequeña y la veía como a una hija suya.
Allí conocieron a David Wheeler, que recordaba haberse enterado del tiroteo en que murió la hija de Phillips. “Esa pobre gente”, pensó entonces, deteniéndose sólo un momento antes de volver al trabajo. Ahora, dos de esas personas estaban ante él, y estaba pasando por lo mismo.
Ben, el hijo de 6 años de Wheeler, era un niño juguetón, inquieto, atlético y divertido, y le encantaba ser el centro de atención. Cantaba canciones de los Beatles con una entonación perfecta y chillaba de alegría cada vez que veía un faro. Estaba a punto de que le quitaran las ruedecitas de apoyo a su bicicleta, a punto de perder los dientes de leche, a punto de empezar a jugar fútbol, a punto de ser muchas cosas.
Phillips abrazó a Wheeler y le dio un montón de consejos. Le dijo que se perdonara a sí mismo aunque su mente le engañara haciéndole creer que podría haber evitado la muerte de su hijo. Le dijo que pensara primero en sí mismo y se tomara su tiempo para hacer el duelo antes de lanzarse al activismo. Le dijo que podría perder amigos y ser blanco de teorías conspirativas. Le dijo que volvería a ser feliz.
Wheeler se quedó estupefacto de que alguien que había pasado por lo mismo que Phillips pudiera presentarse ante él tan sólo unos meses después y expresar algún sentimiento de optimismo sobre la vida.
“No sólo te preguntas si alguna vez volverás a ser feliz o a sentirte feliz o a encontrar la felicidad”, dijo Wheeler, “te preguntas si está mal hacer eso”.
La sola presencia de Phillips le dio esperanza. Y ella sintió que había encontrado un sentido de vida.
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Por primera vez desde la muerte de Jessi, una nueva vida se había cristalizado. Phillips se comprometió a viajar a todos los lugares que pudiera en los que había sucedido un tiroteo.
Se ponía un broche con la cara de su hija y se dirigía a cualquier monumento espontáneo que hubiera surgido. Miraba entre las pilas de flores y animales de peluche y buscaba las fotos de los fallecidos. Sentía afinidad por aquellos cuyos seres queridos habían perdido la vida como Jessi. Cuando les miraba a los ojos, percibía las esperanzas y los sueños que fueron apagados.
A menudo, era difícil encontrar a las personas más cercanas a los muertos, que se encerraban en sí mismas para aislarse del mundo como ella lo hizo alguna vez. Se abría paso en la comunidad, en busca de personas para poder presentarse, o se ponía en contacto directamente a través de Facebook y llamadas telefónicas.
“No me conoces”, dijo Phillips cuando se puso en contacto con Rhonda Hart tras la muerte de su hija en un tiroteo en una escuela de Santa Fe, Texas, “pero sé por lo que estás pasando”.
La hija de Hart, Kimberly Vaughan, de 14 años, era una niña exploradora hasta la médula, que devoraba los libros y era un modelo de cortesía, con un ocasional brote de descaro de vez en cuando. Cuando tenía 3 años, Hart le empujó suavemente para que saliera de la casa, diciéndole: “vamos, princesa”. Ella replicó: “No soy una princesa, mamá. Soy un coche de carreras”.
A Kimberly le encantaba su clase de lengua de señas estadounidense y soñaba con ser intérprete. La última vez que vio a su madre, se hicieron señas de “te quiero”.
Ahora Hart estaba en su momento más oscuro. Lloraba constantemente. No podía dormir. Le dolía el cuerpo. Ducharse y cambiarse de ropa se había convertido en algo opcional. Nada importaba.
En el otro extremo del teléfono estaba una mujer que sabía exactamente cómo se sentía.
“Como que retiré mis barreras para hablar con ella”, dice Hart. “Y simplemente como que nos vinculamos”.
A cada lugar que Phillips iba, eso se repetía.
Siempre había vigilias con velas, políticos con promesas vacías y socorristas que habían visto demasiado. Siempre había periodistas contando la misma historia, que parecía haber sido contada cientos de veces. Siempre había una avalancha de duelo.
“Cada uno es igual y cada uno es diferente”, dijo Phillips.
Algunas personas que Phillips conoció en su camino mantuvieron el contacto durante años; otras se deshicieron en lágrimas en sus brazos, y nunca más supo de ellas. Algunas se suicidaron. Algunas de sus tragedias quedaron grabadas a fuego en la conciencia pública; otras se desvanecieron en un revoltijo de lugares donde ocurrió algo horrible, pero pocas personas parecían recordar exactamente qué.
Por el camino, hubo distracciones. Durante meses, Phillips estuvo sentada en un tribunal de Colorado mientras se juzgaba al asesino de su hija. Se encontró en los tribunales de nuevo cuando interpuso una demanda contra el vendedor de las armas utilizadas en el ataque al cine, pero una ley que protegía a los vendedores de armas aseguró que fracasara.
Los Phillips tuvieron que pagar los honorarios jurídicos de la armería y perdieron su casa.
Pero el recorrido continuó. Hicieron que una casa rodante fuera su hogar y salieron a las carreteras aún más.
A veces, en el lugar de una tragedia, recortaban su estancia para irse rápidamente a otra. A veces pasaban meses entre un tiroteo y otro. Pero siempre volvían a la carretera.
”¿Cómo pueden seguir haciendo esto?”, les preguntaba la gente.
”¿Cómo no podríamos?”, respondían.
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A medida que avanzaba, las esperanzas de Phillips de que se produjera una gran reforma a las leyes sobre armas se incrementaban enormemente de vez en cuando. Acudió al Capitolio, a la Casa Blanca y a la campaña electoral para defender la causa. Allí estaba, junto a un presidente o una congresista. Allí estaba, una y otra vez, no sólo frustrada sino asqueada por la incapacidad de Estados Unidos para hacer frente a los asesinatos.
En cada lugar donde sucedía un tiroteo, su único objetivo era acercarse a las familias de los fallecidos y ser una fuente de consuelo y consejos extraídos de su propia experiencia. A menudo, sin embargo, esas personas después la buscaban con la intención de abogar por un cambio del mismo modo que ella lo había hecho.
Muchos se unieron a la causa, pero los asesinatos continuaron y la división política no hizo más que aumentar.
Phillips no consideraba radical creer que las armas de guerra no tenían cabida en las calles estadounidenses. Sus padres le regalaron una pistola cuando cumplió 10 años y de niña le encantaba cazar aves. Era texana, partidaria de la política de los republicanos desde hacía mucho tiempo. Ahora, la intransigencia de ellos con las armas le resultaba enloquecedora.
“Mueren niños y personas inocentes”, dijo, “y la gente dice: ‘Oh, bueno, no podemos hacer nada’”.
Eso se convirtió en una fuente de sufrimiento para Phillips y para quienes se unieron a su labor.
Marc Orfanos recibió una llamada de Phillips al día siguiente del asesinato de su hijo Telemachus. El joven de 27 años era una de las 13 personas que murieron tiroteadas en el Borderline Bar and Grill de Thousand Oaks, California, y Orfanos sentía que su cinismo y su náusea aumentaban con cada tiroteo que siguió. Su hijo era un veterano de la Armada que empezaba a recuperarse del trauma de haber sobrevivido a la balacera que un año antes acabó con la vida de 60 personas en un concierto en Las Vegas.
La pérdida que Orfanos sentía conmocionó a personas que nunca había conocido. Un niño de la misma calle le escribió una carta diciéndole que, cuando paseaba a su perro por la noche, se sentía más seguro cuando veía a Telemachus afuera. Una clienta del concesionario de automóviles Infiniti en el que Telemachus trabajaba le contó que se mandaban mensajes de texto sobre los Dodgers. Aparecieron profesores de la infancia, hablando de su sentido del humor y de cómo parecía encontrar algo en común con todos los que conocía.
Sin embargo, mientras muchos colmaron de compasión a la familia, otros se dedicaron a atacarla.
Al día siguiente del tiroteo, Susan, la esposa de Orfanos, concedió una entrevista televisiva en la que dijo: “No quiero oraciones, no quiero pensamientos, quiero control de armas”. Aquello convirtió a la familia en un blanco y desató un torrente de odio. Les llamaban a casa diciendo que todo era mentira y que su hijo ni siquiera estaba muerto. El vecindario se llenó de cartas en las que se decía que la familia estaba implicada en una conspiración para quitarle las armas a la gente. Todo ello mientras los atormentaban los horripilantes detalles de la muerte de Telemachus: en el suelo de un bar, desangrándose por cinco impactos de bala.
Orfanos no podía encontrar consuelo en que la muerte de su hijo trajera cambios, porque no los trajo.
“Uno no lo supera ni lo deja atrás”, dijo. “Nunca cambia. Y la razón por la que nunca cambia es porque no parece haber un empeño concertado y universal para detener esto”.
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Phillips no tenía ni idea de hasta dónde llegaría su viaje ni de cuánto duraría. A medida que se alargaba, perdió la fe en que los políticos hicieran algo, y también se desencantó con algunos grupos partidarios de una reforma a las leyes que regulan las armas. Lo único a lo que podía apostar es que habría más tiroteos, más oleadas de dolor devastador.
Brandon Wolf conoció a Phillips después de sobrevivir al tiroteo en Pulse, una club nocturno gay de Orlando, Florida, manteniéndose en contacto y cruzando caminos a medida que sus actividades de activismo se superponían. Dos de los mejores amigos de Wolf fueron asesinados en el ataque. El dolor permanecía incluso a medida que pasaban los años.
Le atormentaba la culpa por haber logrado sobrevivir y tardó años en volver a sentir que merecía ser feliz. Cuando la alegría volvió, estaba empañada por la ausencia de dos hombres a los que consideraba hermanos. Podía ser cauteloso y estar en alerta. Estaba atormentado por el trastorno de estrés postraumático y el insomnio.
“Te destroza el alma de un modo irreparable”, dice Wolf. “Aprendes a encontrar nueva alegría. Aprendes a desenvolverte en el mundo de otra manera. Pero te cambia para siempre”.
A medida que pasaban los años atendiendo el dolor de otros, Phillips sintió que su propia congoja evolucionaba.
Había salido de los abismos de una tristeza debilitante, había abandonado los hábitos de comer y beber demasiado, había vuelto a maquillarse y había encontrado un motivo para levantarse de la cama.
Una vez consiguió pasar un día sin romper en llanto y, cuando se dio cuenta, se echó a llorar. Otro día, un pensamiento sobre Jessi le provocó un ataque de risa, que a su vez le provocó una oleada de culpabilidad.
Otras cicatrices permanecían: sus pensamientos eran tan inconexos y su atención estaba tan fracturada que no pudo leer un libro durante años. El llenar papeles en la consulta de un médico le parecía insuperable. Su sueño seguía siendo irregular. El ver a una madre y su hija juntas era desgarradora.
“Tengo ese agujero en el corazón”, dijo. “Ya no estoy completa”.
Estar en la carretera y conocer a tantas personas como ella a menudo se sentía como que servía de ayuda. Tenía un propósito y ayudar a los demás le traía algo de consuelo.
Pero cada tragedia también le pasaba factura. Perdió la cuenta de los lugares en los que había estado. Su teléfono se llenó de números de personas a las que había conocido, pero ya no podía recordar todas sus historias.
Isla Vista. Sutherland Springs. Pittsburgh. Intentaba recordar la triste letanía de su última década y su mente se quedaba en blanco. Las Vegas. El Paso. Highland Park. Santa Bárbara. Cada uno de esos lugares trajo consigo bendiciones, pero también añadió otro dolor. Virginia Beach. Colorado Springs. Otra Aurora. Sintió que todo se acumulaba, pero siguió adelante. Estaba en Buffalo, donde un racista se ensañó con los clientes de un supermercado, cuando de repente tuvo que volar a Uvalde, donde niños y niñas fueron asesinados y hombres uniformados permanecieron inmóviles durante lo que pareció una eternidad. Estaba más conmocionada de lo que había estado en años. El peso de su viaje se hizo manifiestamente claro. El dolor se apoderó de ella. Y, tan rápido como había empezado 10 años antes, su viaje había terminado.
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Hasta el final de su recorrido, Phillips nunca dejó de decir a los que conocía que volverían a encontrar la felicidad. Lo creía profundamente y necesitaba que ellos también lo creyeran.
Ahora había decidido poner fin a un viaje que llegó a definirla.
Pero cuando tu vida está marcada por una tragedia como la que ella sufrió, sólo tiene dos partes. Hay un antes y un después.
El después nunca rivaliza con el antes. Todos los que conoció por el camino lo decían.
Cuando Wheeler se va de vacaciones y aparece un faro, es imposible no pensar en el adolescente larguirucho, de pelo ondulado y sonrisa socarrona en el que su hijo podría haberse convertido de no haber sido que el hombre armado de Newtown acabara con su vida.
Cuando llega la temporada de las galletas de las niñas exploradoras, Hart evita cualquier lugar en el que puedan aparecer. El crujido fresco de una galleta Thin Mint recién sacada del congelador, que antes vendía su hija, ahora le revuelve el estómago.
Cuando llega el cumpleaños de Wolf, no importa el festejo que traiga, siempre faltarán dos caras. La comida no sabe tan bien. Las canciones no suenan igual. Una salida a un club nocturno, antes algo libre de preocupaciones, ahora le tiene en alerta máxima.
Y para Orfanos, la espantosa muerte de su hijo en el bar sigue impregnando sus pensamientos. La vida se siente como una actuación, un empeño por llenar el tiempo de distracciones para no enfocarse en el vacío que la define.
“Han pasado 1.676 días”, dijo Orfanos un día de junio. “Puede que el sol haya salido y se haya puesto 1.676 veces, pero todo es sólo un día continuo para nosotros… Cada mañana te levantas y pones un pie delante del otro y simplemente llegas al final”.
Resultó que Phillips no estaba equivocada cuando ofrecía promesas seguras de encontrar la felicidad. Es que dos cosas podían ser ciertas a la vez.
Había llegado tan lejos en el espacio de una década y, sin embargo, en cierto modo, nada había cambiado. A pesar de todas las sesiones de terapia, de todo el crecimiento personal, de todo el trabajo disciplinado para salir de las profundidades asfixiantes de la tristeza, su hija igualmente se había ido. El ritmo de los asesinatos no hizo más que intensificarse. En lugar de endurecer las leyes sobre armas, algunos estados las relajaron.
Exhaustos, disgustados y empobrecidos, los Phillips llegaron a una conclusión radical: el país al que habían jurado lealtad y en el que habían pasado toda su vida les había traicionado.
“Nos quitaron a nuestra hija. Perdimos todo lo que teníamos. Y perdimos nuestro país”, dice Phillips.
Rentaron una casa a una hora al sur de la ciudad mexicana de Guadalajara, en el poblado lacustre de Ajijic. Siguen con su activismo, pero desde Uvalde no han vuelto a la carretera para visitar los lugares donde ha ocurrido un tiroteo.
Ella tiene ahora 73 años. Él tiene 79. Saben que este es su último capítulo. Quieren que sea uno feliz.
El haber puesto distancia ha sido bueno. Cuando ocurre un tiroteo en Estados Unidos, no se precipitan hacia el televisor. Comen en restaurantes y no les preocupa que un hombre armado pudiera irrumpir. Pasean despreocupados por un mercado callejero, donde canturrea un guitarrista solitario y las fresas están perfectamente apiladas. Cuando estallan los fuegos artificiales, no temen que alguien esté disparando un arma. En su jardín crecen clementinas y limones y de los árboles caen flores de plumeria. Las fuentes borbotean, los colibríes y las oropéndolas se lanzan en picado y las montañas se alzan en la lejanía. Incluso han dejado que vuelva la Navidad.
“Estamos rodeados de belleza”, dijo Phillips, “y todo en este momento es bueno”.
Pero a la mañana siguiente, la emoción volvió. Estaban tomando café tranquilamente en el patio cuando Sandy miró a Lonnie y vio que sus ojos se habían llenado de lágrimas.
“Lo sé, cariño”, le dijo, y nadie tuvo que explicar nada más.
A veces, Jessi le visita en sueños, y normalmente aparece como una niña pequeña. Cuando Phillips se despierta, cierra los ojos y trata de que la visión regrese. Ruega para que haya más.
“Déjame sentir que ella me toca”, dice. “Déjame sentirla abrazarme. Déjame sentir que vuelve a besarme en la mejilla. Déjame oír su risa otra vez. Déjame escuchar el sonido de sus tacones que se acercan a la casa”.
Déjame, desea, ser feliz.
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Matt Sedensky puede ser contactado en msedensky@ap.org y en https://twitter.com/sedensky
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